martes, 19 de abril de 2016

Vergüenzas ajenas

Uy, qué horror, el de los tiempos aquéllos en que nos veían nuestros amigos con nuestros padres... O nuestros padres con aquella chica que nos gustaba... O nuestros amigos con esa amiga, o nuestra amiga con aquel amigo... Qué horror. Menos mal que ya no tenemos quince años y no tenemos que presumir de amigas guapas y de amigos guays y de padres jóvenes con espíritu moderno y comprensivo.

Ahora somos adultos, ¿no?

Ahora llega el momento en el que tenemos que comprender que no es lo mismo ser (según para quién) un profesor guay en el colegio y que las (y los) estudiantes vengan a hablar contigo en los pasillos o se sienten a tu lado a la hora de la comida o se apunten a éste o aquel evento que organizas o todo ello y más... No es lo mismo eso que encontrarse con el profe de forma inesperada en un espacio público donde, lo siento, eres el enemigo y me da vergüenza que me vean hablando contigo.

Porque todos hemos tenido quince años ☺. Y el primer pensamiento es... ¿qué está pasando? ¿He hecho algo mal? ¿He dicho algo inoportuno? ¿He llegado en mal momento?

Sí, Jorge: has saludado a quien no debías (desde su punto de vista) quince o veinte años antes de tiempo. Y no, no eres tan guay. Creído, sí, pero guay, pues no. O no lo suficiente, tío. Comprende.

Y yo comprendo y reflexiono pero sin darme cuenta, porque con la misma he apartado el encuentro de mi cabeza, al menos de forma consciente. Por los caminos subconscientes del pensamiento, entro a la piscina y mientras nado, reflexiono sobre la vergüenza de que nos vean con alguien. Porque coincide que, antes de este encuentro, he visto a cierta persona conocida en grupo con otras y no he saludado por miedo a que le diera vergüenza que saludara (qué cosa más tonta... pero a veces pasa). Zambulléndome, doy un salto a un vacío neuronal del que salgo por peteneras, pensando en cuándo uno ama de verdad. Parece que no tiene nada que ver; pero hoy por hoy, cuando quiero a alguien (como amor romántico, platónico, paternal, filial, fraternal o de amistad, por citar algunos), quiero estar con esa persona, y me da igual quién me vea con esa persona, porque no me avergüenzo de estar a su lado y de haberla elegido para que pertenezca a mi vida, ni me avergüenzo del cariño que siento por ella. ¿Sí?

¿O no?

Pues no siempre. De pronto, me descubrí a mí mismo haciendo repaso mental de gente junto a la que hace años, quizá, me daba vergüenza que me vieran. Encontré dos grandes grupos. En uno de ellos, era por el comportamiento de esa gente. La gente cuyo comportamiento me avergüenza es gente a la que he ido descartando de mi vida, gradualmente. Y es que quiero tener compañía de calidad. Quiero que me identifiquen con gente de comportamiento cabal – aunque no siempre actúen de una forma con la que yo esté de acuerdo, pero que sean al menos coherentes con su propio código moral, que sean nobles, sinceros, constructivos, creativos, empáticos... por citar algunas características que valoro y de las que me gustaría contagiarme algún día.

Había (a lo peor, hay) un segundo gran grupo, que es el de aquéllos cuyo aspecto me hacía sentir incómodo en presencia de terceros. En este caso, lo que me hace avergonzarme no es el aspecto de los primeros, sino... el juicio de los terceros. Léase, que esos terceros, en realidad, caen en un grupo parecido al antes mencionado. Todavía no he llegado a la altura moral de que me avergüence que me vean con dichos terceros, pero como me siento incómodo cuando me ven con, llamémosles, mis queridos feos, y mis queridos feos son más importantes para mí que los criticones gilipollas bebidos de sí mismos, pues prefiero verme con gente fea que con gente tonta, y mi criba, nuevamente, me libera de gente cuya actitud (se comporten como se comporten), cuya opinión, está en disonancia con mis valores. Prefiero que me vean con gente del aspecto que sea que con gente snob.

Y digo mis queridos feos para que se me entienda. Primero, yo no quiero a gente fea, quizá porque mi concepto de belleza es diferente del de la mayoría. Y segundo, la belleza del alma es mucho más importante que la belleza del cuerpo. Y es un valor más estable, que aumenta con el tiempo, que se contagia (a veces), que se ve físicamente más y más cuanto más avanza el tiempo.

Un pensamiento tras otro, pensaba en que, cuando quiero a alguien (en cualquier tipo de relación social o personal), me gusta presumir de esa persona, que mis seres queridos se conozcan entre sí. Y sí, a veces un niño puede hacer algo... inesperado y que tú no harías, pero no es vergüenza lo que sientes, porque siempre tienes ese cariño del que presumir. Análogamente, cuando uno se enamora, debería querer que su pareja se conociera con la gente importante de su vida. Ahora bien, ¿y si la otra persona (pareja o no) no quiere presumir de ti, quiere esconderte de otras miradas, quiere esconderse de sus conocidos cuando está contigo...?

Uyyyy. Sospechoso. Puede haber muchos motivos. Uno es que la persona sea un vástago tuyo en plena edad del pavo, y entonces, retírate, pringao, no se lo hagas pasar mal. Otro es que sea alguien muy, muy mentiroso que teme que se le descubra algún pastel. Otro es que esa persona, en realidad, no te aprecie tanto como te quiere hacer creer. Y hay muchos motivos más.

Y también puede ser que, aunque tengas el cuerpo de un dios griego visto por el Greco, no sea la ocasión más idónea para ver tu cara de momia egipcia. Vete a tu urna en el museo y no te preocupes si el público no aprovecha la entrada gratuita. Ya vendrán días mejores. Aprovecha para descansar. O para escribir en tu bitácora. Por ejemplo.

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